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miércoles, 21 de noviembre de 2012

LAS LLAVES ROJAS



Palacete de Miguel Maura en la plaza Rubén Darío

Al final de una tarde de finales de Otoño, Miguel subía las escaleras de la boca del metro de Rubén Darío. Estaba tranquilo y todavía un poco soñoliento. La noche anterior había sido muy larga, vulgar y desilusionante. El sol de poniente le cegó. Se buscó las gafas oscuras, dándose cuenta de que las había olvidado. Distraídamente miró el reloj. Por una vez se había adelantado a la cita con Eduardo: un amigo al que, casi sólo, le unía el juego de inventarse historias, quitándose la palabra de la boca el uno al otro a mitad de una frase, sin tener nunca la idea de propiedad y llegando a olvidarse, incluso, de quién había sido la primera frase de la narración.
Juntos solían andar sin dirección precisa al tiempo que inventaban sus relatos; acariciando periódicamente la idea de que un día una de esas historias dejara de serlo para sustituir a la realidad; que, sin mencionarlo, era lo que ambos más deseaban. De ahí el usar la imaginación, a veces, hasta extremos absurdos y barrocos.

Mientras esperaba a Eduardo, Miguel se sentó en el respaldo de un banco mirando al vertiginoso cielo sangrante, al que amenazaba un azul oscurísimo, casi negro, que avanzaba por encima de él. Era tan hipnótico el milenario espectáculo de la luz luchando con las sombras, que había olvidado la misma cita con Eduardo.
Este llegaría por la Calle Miguel Ángel. El sol se ponía, irremediablemente, por el principio del Paseo del Cisne y Miguel, no podía apartar su vista de las últimas y rapidísimas evoluciones de los vencejos por encima de la castiza iglesia de San Fermín de los Navarros. Los chillidos de los vencejos le hicieron recuperar la realidad volviéndose hacia el principio de la Calle Miguel Ángel. Eduardo aún no daba señales de vida. Al volver la cabeza sus ojos quedaron atrapados por un intenso color rojo, se agachó sobre el asiento para ver qué era ese resplandor rojizo, descubriendo dos llaves. Las observó unos minutos antes de atreverse a cogerlas. Hubieran sido dos llavines comunes de no ser por el brillo y el color, un rojo vivo, un rojo intenso que no parecía pintura, ni esmalte y era, en realidad, el propio material del que estaban hechas. Al “agarrarlas” le parecieron objetos sin peso, delicadamente tibias, singularmente suaves, limpias de cualquier marca de fábrica. Las mismas muescas eran amables al tacto. Tan abstraído estaba en la observación y el análisis, que la mano de Eduardo en su espalda tardó en sentirla.
—¡Por una vez te ha tocado esperar, eh! ¿Qué es eso?
—Dos llaves. (Haciendo un movimiento de ojos, mira a Eduardo y baja la vista a las llaves)
—¿De dónde salen?
—Estaban ahí encima (señalando el sitio exacto ), en el banco, las acabo de ver. Fíjate qué extrañas.
Eduardo las vuelve a mirar y se encoge de hombros, sonríe.
—¡Tócalas! 
Dijo Miguel, tendiéndoselas, con un escalofrío. 
—¡Están calientes!
Exclamó sorprendido, como si le hubiesen quemado, para
soltarlas instantáneamente. Se acababan de encender las farolas de la plaza: tardando unos minutos en
pasar del blanco rosáceo al naranja sucio del alumbrado urbano. Las primeras luces en las ventanas de las casas delataban demasiado la soledad de las calles a esa hora tan imprecisa. Miguel empezó a mirar las fachadas pensativo. Su imaginación trataba de desperezarse tras la fascinación producida por el descubrimiento de las llaves rojas.
—¡Qué calientes están! -insistió Eduardo-. ¡Parece que quisieran refrescarse en una cerradura!
—Me parece que estamos pensando en lo mismo. 
Dijo Miguel, sonriéndose después de mirarle con unos ojos alegres que iluminaban su cara por primera vez en el día.
Echaron a andar hacia la calle Almagro, quitándose una vez más la palabra el uno al otro intentando encontrar el hilo de la historia, alrededor del cual podrían estar varias horas añadiendo y quitando los fragmentos que al final la dejarían en pie; definitiva, archivada, capaz de ser reconocida por ambos y ya no susceptible de cambios ni modificaciones.
—Este llavín abre un portal y éste un piso-. Dijo Miguel. ¡Di un número! ¡Rápido! ¡Dime un número!
Eduardo dijo un número. Cruzaron la calle sin parar de reírse esquivando el único coche que circulaba en ese momento obligándole a frenar: ¡era el número de aquel portal! Ninguno de los dos pararía de hablar si no fuera porque misteriosamente aquella llave lo abrió. La casualidad resultaba demasiado evidente, casi absurda; pero el portal se abrió.
Era un portal repleto de ojos y pies: inmóviles por miedo a despertar, lo que parecía un sueño.
—Ahora dime un piso. 
Le dijo Miguel en un gesto de complicidad. 
—¡El último!
Contestó inmediatamente. 
—¡El ático! 
—¿Derecha o izquierda? 
—¡No hay más que uno!
La seguridad de la respuesta de Eduardo y el posterior silencio pareció quitarles la risa... y la sonrisa.
El viejo ascensor subió despacio rompiendo el silencio sepulcral existente sintiéndose uno más con ellos. Llegaron al ático en medio de un estruendo demasiado
aterrador que no hizo más que aumentar su impaciencia. Abrieron entre los dos las estrechas puertas, pero Eduardo le dejó salir primero. Miguel vio y vaciló. Fue entonces cuando Eduardo se le adelantó...
—Dame el otro llavín y cierra el ascensor. 
Dijo Eduardo, con un tono de reproche.
Lo introdujo con seguridad y aplomo, giró y la puerta se abrió sin ruido. Encendieron la luz de un vestíbulo cegadormente blanco, con dos espejos sobre una mesa de media circunferencia, sobre la que descansaban dos pequeñas bandejas de plata limpias y deslumbrantes.
—¡Estoy seco! ¿Quieres beber tú algo?
Dijo ya abriendo la puerta izquierda. 
—Sí, tráeme agua. ¡Me estoy meando!
 Y se fue por la otra puerta.
En unos minutos volvieron a reunirse en el vestíbulo. Al encontrarse, ambos parecían extremadamente cansados, pálidos en la luz dorada de aquella habitación blanca.
—Me siento agotado... Me voy a la cama. (Ofreciéndole el vaso de agua) Eduardo se bebió el vaso de agua de un solo trago para dejarlo luego sobre una de las dos bandejas. 
—Sí. Vámonos a dormir, yo también estoy muerto.
Fue decir esta palabra y los dos se echaron a reír, mientras ambos se dirigían ya hacia el dormitorio principal. Se acostaron en la cama después de desnudarse y dejar cada uno su ropa en gemelas descalzadoras.
—Hemos dejado encendidas las luces del vestíbulo...
Dijo Eduardo quedándose dormido, sin notar que Miguel ya lo estaba.
La temprana luz del sol, entrando por los visillos, despertó a Miguel. Se volvió hacia el interior intentando recuperar el sueño con los ojos entrecerrados. Una sorpresa que, lentamente parecía cobrar demasiada realidad, le obligó a abrirlos, para ver con toda nitidez una larga cabellera rubia sobre la almohada. Lentamente, el cuerpo a su lado, se volvió hacia él y en una cara de mujer, totalmente lavada, Miguel contempló el espanto con el que le miraba.
—¿Quién eres tú? ¿Cómo has entrado? 
—¿...Y Miguel? 
Preguntó una voz femenina desde la boca de la mujer. 
—¡Yo soy Miguel! ¿...Y tú quién eres?
Preguntó una voz masculina que no era la de Miguel y que él mismo no reconoció. 
—¿Qué es lo que pasa aquí? Yo soy Eduardo pero, esta no es mi voz ni tampoco la tuya, ni eres tú... Y tengo el pelo largo... (Dijo tocándoselo, pasando los dedos por un mechón desde la raíz hasta las puntas, al tiempo que empezaba a llorar repitiendo: 
—¿Qué pasa aquí, qué pasa Dios?
Se levantaron simultáneamente, muy despacio hasta ponerse delante del espejo, para contemplar horrorizados a una pareja que nunca habían visto. Eduardo volvió hasta la cama, mecánicamente se tapó con la sábana y miró a la mesilla de noche. Sin separar los labios y con un gesto tembloroso de la mano llamó a Miguel y le enseñó un retrato enmarcado en plata. Desde el centro de un banco, en la plaza de Rubén Darío, miraban sonrientes a la cámara el hombre y la mujer que eran ellos mismos ahora.

EPÍLOGO

A ESA HORA, PRECISA, MUY CERCA DE ALLÍ, EN EL TIEMPO DE LOS RELOJES Y LAS HORAS CIERTAS, UNA ADOLESCENTE SE SENTABA EN EL MISMO BANCO DE LA PLAZA DE RUBÉN DARÍO, RECOGÍA DE SUELO, PORQUE LAS HABÍA TIRADO CON LA FALDA, UN PAR DE LLAVES ROJAS, QUE SU NOVIO, AL LLEGAR, LE QUITABA, RIÉNDOSE, DE LA MANO.

© Miguel Je 1991

lunes, 12 de noviembre de 2012

Jugando con «hormigas» una noche cualquiera.





«Tanto esfuerzo para olvidar sólo sirve para recordar mejor.»

La noche se ha hecho real, no quiero saber ni siquiera quien soy, acabo de volver, abro los ojos y una pantalla de ordenador me pide que escriba. Mis dedos ejecutan movimientos y la pantalla blanca se va cubriendo de hormigas... Mi mirada desenfocada se pierde en una y entiendo el significado.
No sé si eran buenas otras épocas, no sé ni siquiera por que me fui, ni en que momento me perdí. Sólo conozco el presente, del pasado tengo vagos recuerdos. Abro una carpeta, es una pista de MP3, comienza una música. Parecería una pieza clásica de jazz de no ser por el rumor del mar. Acaba esa pieza y empieza otra de corte clásico, reconozco inmediatamente la melodía pero no la canta Sinatra, son dos voces: la de una mujer y la un hombre. Cantan en inglés, es una canción de amor. Vuelvo la cabeza y veo un perro negro jugando con un gato blanco a los pies de un hombre que lee un libro. Dejan de jugar, el gato se pierde y el perro viene hacia mí. Me mira mendigándome una caricia... Le llamo por su nombre y él se pone a beber. La gata sale de su escondite interrumpiéndole, Dean deja de beber para correr tras de Sol, inician una vez más su eterno juego. Otra canción, parece un tango. En efecto, uno moderno, casi podría ser un rap. Es la «revancha del tango». Tecleo al ritmo del bajo. Me paro y pienso donde estaré, qué paisaje veré si traspaso aquella puerta.
Suena un teléfono. Abres los ojos a otra realidad, una voz que reconozco y me da buenas vibraciones. Sonrío, no es la primera vez. Esta voz de mujer madura, sexy, seductoramente interesante, me anima a salir a cenar, una reunión para estar, principalmente, juntos. La cena es una excusa. ¿Necesitamos inventarnos motivos para reunirnos?
Repite ladrido el perro negro, reparo en la falta de agua, no tendré más remedio que levantarme y ver otra realidad ya. Acciono hacia arriba la palanca y sale un chorro de agua que corto cuando considero suficientemente lleno el recipiente azul, del que bebe Dean.
Vuelvo frente a la pantalla del «mac», es ya otro día... Hoy es lunes y pasa del mediodía. Recuerdo de repente el último sueño. Estaba en una habitación oscura, tenía la certeza de estar en mitad de una noche de perros, oía como la lluvia golpeaba en los cristales de la puerta que daba al pequeño balcón. Los pequeños cipreses se mecían con extremo ímpetu, pareciera que desearan levantar el vuelo. Una voz interrumpió mi placentera contemplación:
—«¿Estás despierto?» 
Y desperté. Abrí los ojos, ya no era la misma estancia del sueño, los cerré fuertemente deseando volver a contemplar los cipreses con el temor de que hubiesen iniciado el vuelo sin mí. Y volví, ahora me paseaba por la estancia con cuidado de no pisar a Dean. Me aproximé a la mesa blanca de estudio y palpando entre papeles encontré el tabaco que buscaba; miré hacia el balconcito y reconocí cuatro macetas, eran las mismas en las que vivían los cuatro cipreses pero ahora contenían geranios en floración. Pensé en lo mucho que me gustaría tener unos cipreses que se dejaran mecer por el viento.
—«Mañana remodelaré el balconcito», me dije mientras encendía un «Fortuna».
¿Se sueña de la misma manera con el pasado que con el futuro? Los geranios existieron lo mismo que los cipreses pero ahora sólo puedo verlos si cierro los ojos; curiosa paradoja. Ahora soy consciente de que algunos entes sólo puedo verlos cerrando mis párpados.
Una calada del cigarrillo y expulso el humo, lo devuelvo inconscientemente al cenicero fijándome en que se trata de uno de elaboración propia. Una sensación de vacío se instala en la boca de mi estómago; o no es un cigarro al uso o todavía no he comido, pueden darse los dos hechos a la vez... Se cierran mis párpados sin querer remediarlo. Me veo a mi mismo elaborando uno de mis particulares cigarrillos, el sol del mediodía me calienta el lado izquierdo del cuerpo. Miro mis pies dentro todavía de unas viejas zapatillas de felpa que un día fueron blancas, unas iniciales bordadas: «H D». Son un recuerdo de unas vacaciones en Barcelona. Recuerdos y más recuerdos, todos con la misma intención de atrapar momentos para siempre. Soy un coleccionista de buenos momentos. Los persigo, los planifico, me los invento y cuando lo consigo rescato algún objeto, otras veces hago fotos que algún día miro y me digo:
—«¡Aquí era feliz!».
La bipolaridad aceptada me hace ser así, acumulo recuerdos de los buenos momentos porque sé que no durarán, así cuando entro en el «bajón» sé que también terminará.
©Miguel Je